A priori, las propuestas que nos hace Christopher Nolan son sencillas. Un mundo apocalíptico en el que las plagas y los fenómenos atmosféricos hacen imposible la supervivencia de la Humanidad a más de cincuenta años vista -pero que nosotros ya hemos visto en infinidad de películas recientes- y un pasaje, agujero de gusano mediante, para explorar otros universos a fin de encontrar un nuevo comienzo para ésta en un planeta virgen. Nada nuevo bajo nuestro sol, sobre todo si, como yo, se tiene reciente After Earth y Elysium. Sin embargo, el director no nos presenta una aventura espacial al uso, sino que nos sumerge, literalmente, en un viaje interdimensional en el que lo físico pasa a un segundo plano, aunque sirva para ilustrar lo que hasta ahora pocos cineastas hayan sabido contar.
Y es que el agujero de gusano, que no sabemos quién lo ha puesto ni por qué hasta el final de la cinta, evoluciona de simple puente intergaláctico a auténtico protagonista, y nos hace adentrarnos en tres argumentos completamente distintos. El del protagonista -Matthew McConaughey repitiendo el papel de Contact pero que nos creemos más porque tiene arrugas y un Oscar-, que ve como el transcurrir de su horas no coincide con el de sus hijos por mor de la gravedad; el de la salvación de la Humanidad vía valores y sacrificio personal, y el que más nos incumbe en este blog, el viaje en el tiempo, aunque aquí se entienda más como salto entre dimensiones.

Al margen de esta circunstancia -el huir de cualquier posible fisura y sentimiento a excepción del paternofilial-, la película tiene todos los aciertos para poder compararla con "2001 Odisea del espacio" y Encuentros en la Tercera Fase, vía tecnología al servicio de la filosofía -no os perdáis a Tars, el robot- y omisión voluntaria de efectivos monstruos alienígenas. Un Nolan que, además, vuelve por sus fueros de los diferentes planos de consciencia ("Origen") y duplicidades ("El Prestigio"), y que firma, si me permitís, su mejor historia hasta el momento.
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